Es una característica
común a todos los seres vivos que pueblan este planeta, el miedo a
la muerte. Y desde que un mono sin pelo se bajó de los árboles y
empezó a caminar erguido, ese temor ha condicionado su vida.
Y quizás en nuestro día
a día no prestamos atención a esto, pues es algo con lo que hemos
convivido desde nuestra misma concepción. A pesar de esto, no faltan
personas que, a lo largo de la historia, han buscado respuestas ante
esta incertidumbre. Esas respuestas han intentado iluminar distintas
cuestiones existenciales: ¿Qué hay después?, ¿adónde vamos?...
Otros, sin embargo,
optaron por tachar la pregunta y recomenzar desde cero. No les
interesaba qué habría después. A ellos les interesaba la
permanencia absoluta, a través de infinitos siglos y eones. Ellos,
sencillamente, optaron por la inmortalidad.
Y lo que hasta hace unos
años sólo podía aparecer en los sueños de los hombres, hoy se
vuelve realidad.
Ante el inexorable avance
de la Ciencia, nosotros no pudimos evitar preguntarnos: ¿seremos
verdaderamente inmortales algún día?
Personalmente, la
pregunta me parece tan ridícula como preguntarse si llegaremos o no
a Marte. No existen imposibles científicos, así que acordamos
partir del punto en que somos inmortales. Imaginamos cómo seríamos
de disponer literalmente de todo el tiempo que quisiéramos. La
Eternidad a nuestra disposición.
Y es entonces cuando
nuestra discusión llegó al punto clave. ¿Qué haríamos con todo
ese tiempo? Quizá sería bastante divertido durante los primeros mil
años. O el primer millón de años. Y después, ¿qué?
Nosotros regimos nuestras
vidas, todo nuestro ser, por una ley universal: todo lo que empieza
debe terminar.
¿Existe el Tiempo si
todo lo que existe es Tiempo? ¿Estaríamos realmente vivos, si no
morimos jamás?
¿Se convertiría cada
instante de nuestra infinita existencia en un infierno, lamentando el
instante en que tan inconscientemente abrazamos la Eternidad? Quizás,
después de todo, tengan razón los antiguos griegos al decir que los
Dioses envidiaban nuestra mortalidad, que todo era más bello al
estar condenado a terminar.
Tal vez lo más sensato
sea, como decía el Buda, vivir nuestra vida sin preocuparnos por la
siguiente, pues es ese el camino para la permanencia.